ASOCIACION ""LA "MICHELA" C O R I A 1 9 6 0
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I Encuentro sexto curso Coria1960
Coria, sabado 21 agosto 2010
Crónica enviada por PEDRO RIVAS PARDAL:
CRONICA DE UN ENCUENTRO
Un día de diciembre de 2009, no recuerdo si por la mañana o por la tarde, vinieron a mi mente unas personas con las que había convivido durante años, con unas más que con otras, y sentí el deseo de oír sus voces y revivir unas antiguas amistades que, a pesar de la lejanía en el tiempo y en la distancia, no habían desaparecido de mi vida sino que, como las estrellas, aunque no se vean siempre están ahí.
Entonces pensé que tenía una tarea ardua por delante. El tiempo no era problema porque disponía de todas las horas del día y de algunas de la noche. Además, si era necesario, mi nieto Adrián, de tres años, podría echarme una mano. Tres meses para culminar la tarea me pareció un tiempo razonable; luego, la realidad me hizo ver que mis previsiones se habían quedado cortas. El método de búsqueda era importante, pero entendí que tenía que empezar por lo más sencillo y cercano: contactar con los compañeros curas que residían en la provincia de Cáceres. Ángel Teodoro fue el primero. La conversación telefónica duró unas dos horas; en ella hicimos un repaso de los principales acontecimientos que recordábamos de una época lejana, pero viva en nuestras mentes y en nuestros corazones. Él me facilitó los teléfonos de Pedro Jesús Mohedano y de Juan J. Rivero.
A través de Internet fui localizando los demás teléfonos y direcciones, pero existen muchas personas con el mismo nombre y apellidos, lo cual me obligaba a realizar muchas llamadas para ir descartando. En algunos casos intenté localizar sólo por apellidos y localidad, lo que me facilitó el contacto con familiares y ellos me sirvieron de hilo conductor. Alguno se negó a colaborar, pero era normal porque a mí no me conocían de nada. Este método, en algún caso, me resultó también complicado porque en una ciudad aparecieron veinte personas con los mismos apellidos que, por cierto, no son muy comunes. Para colmo, después de realizar otras tantas llamadas, el compañero en cuestión no apareció, pero como uno es algo detective y, además, tiene sus contactos…
Una vez que la lista estaba bastante completa, empecé con lo más emocionante: confirmar que la persona hallada era la que yo buscaba.
-Buenos días (tardes, noches), me llamo Pedro Rivas y estoy intentado localizar a… natural de… ¿es familia suya? -el teléfono, al primer sonido, casi siempre lo descuelgan las mujeres-
-No, se ha equivocado.
-Pero ustedes son de…
-No, no, ya le he dicho que se ha equivocado.
-Perdone, señora, buenos días (tardes, noches).
Y así hasta que por fin:
-Sí, es aquí, ¿quiere que se ponga?
-Sí, por favor.
-Dígame…
-Ya me ha informado (el familiar de que se trate) que eres natural de… y que además estudiaste en el seminario de Coria.
-Exacto, exacto.
-Me llamo Pedro Rivas.
-Pedro Rivas…
-Sí, Pedro Rivas Pardal.
-¡Hombre, Pedro! ¿Cómo estás?
Y así una llamada y otra, y otra, hasta casi completar la lista.
Las conversaciones fueron largas y amenas; comentamos el recorrido de nuestra vida a partir del “día después”. Dábamos a entender que teníamos viva la imagen el uno del otro, pero luego he ido comprobando que no siempre era así porque alguno habéis comentado que no me poníais cara.
Las largas conversaciones telefónicas que mantuve me produjeron tanta emoción, que sin duda alguna ha sido de lo mejor que me ha sucedido en los últimos años.
Ángel Teodoro, Pedro J. Mohedano y Juan José Rivero, también me facilitaron algunos teléfonos. Los cuatro acordamos organizar un encuentro en Coria y poner fecha: 21 de agosto de 2010
Para elegir restaurante nos desplazamos a Coria Pedro Jesús, Ángel Teodoro y yo mismo. Se nos unió nuestro añorado Pedro Blázquez y posteriormente se incorporó José Delgado Corrales -organista de la catedral- a quien nuestros compañeros curas indicaron qué canciones debía de interpretar al órgano durante la santa misa.
Algún restaurante, de los seleccionados, estaba cerrado pero Pedro Blázquez se ofreció, junto con su esposa Angelines, para ultimar las visitas y concretar. Así lo hicieron y gracias a ellos pudimos disfrutar de una excelente comida y amena sobremesa.
Y por fin llegó el día deseado: 21 de agosto a las 10 horas en la plaza de la catedral.
La noche anterior se me hizo eterna y apenas pude dormir porque ya sentía vuestra presencia y calor de vuestros abrazos, que durante tantos años había añorado.
El saludo se convertía en un sentimiento colectivo. ¡Habían pasado tantos años!
Yo tuve la suerte de conoceros a algunos por las fotos que me habíais enviado, pero el resto… A Cesáreo y a Juan M. Calle los conocí a primera vista porque apenas han cambiado. Me hizo mucha ilusión saludar a Luis Nemesio y a sus hijos porque localizarle fue toda una odisea. Conforme ibais asomando a la plaza preguntábamos:
-¿Quién es?
- Debe de ser fulano.
- No, es mengano.
Pues no, al final era…
Sentí mucho la ausencia de Antonino y de Agustín Robledo porque en su día fui muy amigo de ambos.
Tenía la curiosidad de saber cómo os encontrabais física y mentalmente (los curas dicen “espiritualmente”). Suponía que vería muchas calvas, barbas blancas, tal vez algún bastón, pero la realidad -con gran alegría para mí- fue muy otra porque os hallé a todos jóvenes y dinámicos. La barba a Luis Blanco le hace interesante y le da aspecto de buena persona, lo que es. Algunos parece que incluso han rejuvenecido y se los ve juguetones y traviesos, caso de Francisco Javier, Juan Bautista y Florencio Paule. A otros se les nota que han tenido mando: Jesús Casado, José Mª Bueso y alguno que otro. Francisco Malpartida tiene aspecto de lo ha sido: “estudioso y científico”. Los “paters” son modernos y adaptados a los tiempos.
Y sin darnos cuenta ha terminado la hora de los saludos. Alguien pregunta, ¿pero esta hora tenía sesenta minutos?
La misa nos transporta a otros tiempos y, unos con más fe que otros, sentimos que algo invadía nuestro ser. Contemplar a nuestros compañeros curas concelebrando la santa misa nos produjo verdadera emoción y, en algún momento, pensé: ahí podía estar yo.
La misa la celebramos en acción de gracias por los allí presentes y en recuerdo de los que, año tras año, nos fueron abandonando: Alberto Hernández, a su corta edad, fue el primero; le siguieron -desconozco el orden necrológico- Juan Matías Garrido, Francisco González, Ramón Macias, Justo Quiñones, Francisco Ramos, Ambrosio López, Gaspar Morocho y, finalmente, Pedro Blázquez con quien tuve la satisfacción de pasar unas horas pocos días antes de su fallecimiento. A todos ellos, ¡PAZ ETERNA!
En los cantos, unos recordábamos la música, otros la letra, algunos, los menos, cantaban a todo pulmón, pero, al final, todos sentíamos la misma emoción.
La visita al Museo Diocesano me pareció muy interesante por todo lo que había expuesto y de manera especial el mantel de la Última Cena, aunque -como decimos en mi pueblo- “tengo atronado” que estudios recientes indican que se trata de una pieza de la Edad Media; pero la fe es otra cosa.
Desde la terraza-mirador de la catedral contemplamos la que otrora fuera nuestra isla. Cerré los ojos y visioné aquel tropel de muchachos bajando por el camino empedrado, bordeado de chumberas, y con un trozo de pan y queso, amarillo, en la mano, ataviados con unos babis que, en unos casos, tapaban los zapatos -tenían que durar cuatro años- y en otros, un añadido de diez centímetros que se distinguía fácilmente por su colorido; y a don Ovidio, breviario en mano, con su escolta, ¿llamada chola?, cerrando el cortejo. ¡Qué partidos de fútbol venían a mi mente! Existía el equipo bueno, el regular y el malo. Los buenos tenían el puesto asegurado, pero los demás teníamos que mendigar y buscar “influencias”. Ángel Teodoro era el portero indiscutible y a José Mª Bote, con su regate corto, no había quien le quitara el balón; las carreras de cesáreo por la banda hacían temblar a las defensas contrarias; José Mª Moreno Amor quiso demostrarnos que los calcetines de nailon -fue el primero que los vistió en el seminario- no se rompían; se descalzó y a correr detrás del balón. El final os lo podéis imaginar. Pasar de un equipo a otro, en algunos casos, era cuestión de un simple cabreo.
Y qué decir del juego del pañuelo… ¡El cinco! Carrera y agarrón, eliminado ¡El dos! Carrera y engaño; el otro se pasa la raya y también eliminado.
Debajo del puente romano vivían unas familias gitanas y Antonino y yo intentamos “evangelizar” a la población menuda, pero el evangelio de ellos tenía otro nombre: pan; y nosotros no podíamos dárselo.
La isla la abandonábamos exhaustos de tanto deporte, pero al llegar al seminario nos esperaba una buena ducha de agua caliente.
Desde la terraza-mirador también contemplamos nuestro frontón donde jugábamos, a pesar de sus cortas dimensiones, varios partidos a la vez con pelotas de distintos tamaños y que podrían servir para jugar a cualquier deporte.
El frontón un día pasó a ser pocilga porque don Leopoldo -hombre docto en economía- consideró que la comida que repartía a los pobres por la puerta trasera del seminario, resultaba más rentable reciclarla en el estómago de unos cerdos que aportarían importantes calorías a la tropa.
Esto, ¿no sucedió hace más de cincuenta años? Si parece que fue ayer.
Como en toda celebración, no podía faltar la foto de familia. Nos hicimos una con casi todos los que somos de los que “fuimos” y otra, de los que somos con las que “son”. La primera, la de los que somos, tiene algunas poses curiosas. Entre ellas, cave destacar la humildad de Ángel Teodoro que prefiere que se le vean sólo los hombros; la de Francisco Javier que pensaba que la cámara disparaba dardos y se puso a buen recaudo detrás de Félix José; Juan Bautista no sé si está en éxtasis contemplativa o dormido, y Francisco Malpartida -ahora que todos estamos dejando de fumar, incluso los que no hemos fumado nunca- se pone a fumar en pipa sin ningún reparo. Estos científicos tienen unas cosas…
La visita al seminario transcurrió entre la nostalgia y la tristeza. ¿Qué fue del patio con sus bancos adornados de azulejos blancos, azules y verdes ¿Dónde están el naranjo y el limonero objeto, en otro tiempo, de deseo pecaminoso? Miro por todas partes y no veo a Marceliano, el portero, con su batín azul y zancada de metro y medio. Cuánta alegría nos daba al anunciarnos la esperada visita, que llegaba con el hato (pronunciado “jato” por los castuo-parlantes) y la bolsa, nº 89 la mía, con la ropa limpia.
Subimos a la primera planta y nos encontramos todo destrozado, sucio y abandonado. ¿Y la michela? Ah, la michela… ¿Qué ha sido de los salones de estudio, uno para los de tercero y cuarto donde don Ovidio era ojo avizor y a su vez condescendiente porque nos permitía levantarnos, hablar en grupos, entrar y salir? ¿O quizás era todo lo contrario? En la segunda planta estaba situado el de los cursos primero y segundo. Cuando estábamos en cuarto curso, Ángel Teodoro y yo fuimos responsables de esos dos cursos -los de los niños-. Ángel me ha comentado que incluso dábamos algún cachete. Este Ángel tiene una imaginación.
En los dos salones teníamos calefacción y aire acondicionado. Bueno, más bien, acondicionado al tiempo, es decir, calor en verano y frío en invierno
También eché en falta la vitrina que estaba en el pasillo de la primera planta y que contenía cuadernos, lápices, bolígrafos y ¡caramelos!, objeto de pecado y motivo de expulsión porque alguno, con premeditación y nocturnidad, se apropiaba de lo ajeno.
Pero todo fue como un mal sueño e inmediatamente vino a mi mente el recuerdo vivo de aquellos pasillos llenos de jóvenes y de niños, correteando de un lado para otro, disfrazados de curas.
Para algunas clases no había pasado el tiempo y a mi mente vino la figura de don Gregorio, con su eterno lápiz que ya apenas medía cinco centímetros. Recuerdo lo amena y distendida que resultaba la hora diaria que pasábamos en ella. Existían varios bancos de madera colocados en círculo y la nota mensual dependía, en gran manera, de la situación que tuviéramos entre el primero y el décimo banco. ¿Seguro que eran diez. Si fallabas a una pregunta y el que te antecedía la respondía correctamente, avanzaba un puesto y tú retrocedías; y así una y otra vez y un día y otro. Los supinos nos traían por la calle de la amargura, pero Juan Bautista los recitaba a la velocidad de un rayo. La clase de don Leopoldo con su paje Luis Nemesio sentado a su lado y con el libro abierto para que el condenado a “responder” -de pie al lado de ellos- mirara de reojo. La de don Ovidio donde aprendíamos las oraciones y verbos griegos antes que los castellanos.
¡Que relajación cuando Antonio López se levantaba y se dirigía hasta la campana para descargar toda su fuerza sobre la cuerda que pendía del badajo, que anunciaba el final del sufrimiento!
Los comedores no los visité, pero llegaban a mi mente los platos de lentejas viudas o de patatas con patatas; las deliciosas sardinas fritas a las que sólo poníamos una pega: la cantidad. Quiero recordar que nos servían dos. Claro y eso no todos los días porque si no había tenedor… Recuerdo los concursos de mesas colocando las servilletas dentro de los vasos. Algunas veces me pregunto cuándo los fregaban porque los dejábamos con la servilleta dentro, haciendo una figura, y a la comida siguiente los hallábamos en el mismo sitio y de la misma manera. También recuerdo las clases prácticas de urbanidad que nos impartía don Ovidio y que tan útiles nos han resultado para la vida real: pelar naranjas y manzanas con cuchillo y tenedor.
Y como la mañana ya se ha convertido en tarde, nos acercamos al restaurante Percor donde nos esperaba una excelente comida.
Pero el día nos depararía todavía muchas y gratas sorpresas, y la primera no se hizo esperar: Luis Blanco, el ex cura, el maestro, el ex alcalde, el filósofo, el poeta, el músico, nos deleitaría -al son de flauta y tamboril- con unas maravillosas jotas y bailes extremeño-castellanos. Felipe Simón con su acordeón nos dio un recital hasta quedar exhausto, siempre vigilado por la atenta mirada de Agustín Calzo por si alguna nota hacía de las suyas. En el baile se pudo comprobar que en nuestra juventud no danzamos demasiado y que ahora estamos algo almidonados. “La carne es débil y el diablo acecha”, nos decían. La norma era clara: nada de asistir a espectáculos y lugares públicos (paseos, zonas de baño, etc.).
Como el encuentro había sido todo un éxito lleno de emociones, planeaba en el ambiente: ¿para cuándo el próximo? La propuesta de volver a reunirnos dentro otros cuarenta o cincuenta años, fue rechazada por unanimidad. Al final decidimos que, de momento, y mientras el cuerpo aguante, nos podíamos seguir reuniendo todos los años.
La fiesta terminó con una visita a la ermita de Argeme.
Abrazos de despedida y hasta la próxima llamada de teléfono que será muy pronto porque para eso entregamos un listado con los datos de todos.
Os puedo asegurar que cuando empezamos a organizar el encuentro, no nos podíamos imaginar ni una asistencia tan masiva ni que íbamos a pasar un día tan lleno de emociones. La presencia de las mujeres fue toda una sorpresa. Se las vio tan emocionadas como a nosotros y parecía que ellas también habían vivido antaño nuestra misma experiencia.
En nombre de todos los que participamos en la organización, ¡GRACIAS!
El II encuentro empieza a prepararse ya. Hacen falta iniciativas, qué se puede mejorar del I encuentro y cómo debemos distribuir el tiempo. También dónde reunirnos. Yo pienso que Coria sigue siendo un referente importante.
Finalmente señalar que el seminario nos marcó a todos, o al menos a mí, de una manera muy especial. Aprendimos ciertos valores que nos han acompañado durante nuestra vida. El orden, la fuerza de voluntad, la disciplina y la organización han sido pilares en los que hemos basado nuestro quehacer a través de los años.
El seminario también nos inculcó el sentido de la responsabilidad y un cierto aire de liderazgo, porque en nuestros diferentes trabajos casi todos hemos mantenido cargos de responsabilidad. Pero esto quizá será mejor dejarlo para nuestro currículum, que, como propuso Luis Nemesio, sería interesante que lo escribiéramos todos y los reenviáramos.
Os puedo asegurar que, aparte anécdotas y curiosidades, los años vividos en Coria forman parte muy importante de mi vida y a los profesores los recuerdo con gran cariño y admiración y lamento que no pudiéramos darles un abrazo, pero en este mundo estamos de paso; la vida tiene un principio y un fin y el de ellos, menos el de con Ovidio, ya llegó. Un cariñoso recuerdo para todos ellos.
Siempre a vuestras disposición.
En Logroño, a 13 de diciembre de 2010
Pedro Rivas P.